Columna publicada el 13 de enero de 2016 en Sin Embargo.
David Bowie en su periodo como Ziggy Stardust en Filadelfia en una fotografía de archivo del 1 de diciembre de 1972. Foto: AP
“Los poetas, amor mío,
son unos hombres horribles,
unos monstruos de soledad.
Evítalos siempre, comenzando por mí.
Los poetas, amor mío,
son para leerlos, mas no hagas caso
a lo que hagan en sus vidas”.
Raúl Gómez Jattin
Somos muchas las personas, en tantos países y de varias generaciones a las que David Bowie nos cambió la vida. Ésta siempre es una afirmación curiosa porque se dice con una implacable convicción y amor, aunque estemos hablando de una persona con la que jamás tuvimos una conversación. Pero en muchos momentos de felicidad o de angustia ahí estaba la música, o las imágenes, o el mismo performance vital que era su cotidiano, su masculinidad suave, andrógina, que nos dejaba imaginar que nosotros también podíamos ser como quisiéramos, y también estaban todas las veces que coreando Changes, nos sentimos menos raros y menos solos. Incluso para quienes acaban de descubrirlo –gracias a su muerte, cualquier razón vale- será como nada ni nadie que jamás hayan visto. David Bowie es un Dios.
Pero también un humano. Horas después de que miles de seguidores empezaran a homenajearlo en las redes sociales volvieron a circular dos acusaciones por violación al artista: una por tener sexo con una menor (de 14-15 años) en California (statutory rape) y otra en Dallas por una mujer de 30 años que exigía que Bowie se hiciera un examen de VIH (a lo que la estrella estuvo dispuesto sin problema). Es importante aclarar que en ambos casos un juzgado falló a favor de la inocencia de Bowie. También podríamos hablar del contexto: el límite de edad en California eran los 18 años y eran los tiempos de las baby groupies que se ofrecían a los rockstars convirtiendo a las celebridades en trofeos. Uno podría argumentar, con buenas probabilidades de tener la razón, que las groupies tenían suficiente agencia para decidir con quién acostarse.
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