Ángela Buitrago, la fiscal de hierro y el quinto autobús

Artículo publicado el 6 de diciembre de 2015 en El Espectador

Treinta años después del holocausto del Palacio de Justicia, sus investigaciones siguen siendo punto de referencia en Colombia y ahora la CIDH acude a su experiencia para que le ayude a buscar la verdad sobre los desaparecidos en México.

Desde desenterrar el caso del Palacio de Justicia hace diez años hasta desmentir las versiones del Estado mexicano frente al caso Ayotzinapa, Ángela María Buitrago, “la fiscal de hierro”, ha pisado todos los callos y reventado todas las ampollas de los grandes crímenes colombianos. Ya llegó el momento de los que pasan en Latinoamérica. Sus investigados son cada uno más poderoso que el anterior y, pese a ello, Buitrago ha llevado cada una hasta sus últimas consecuencias.

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Trolls y acceso a los derechos

Por reclamar el derecho a la educación de su hijo, una madre se ha visto temporalmente desplazada y amenazada de muerte. Y es culpa de los trolls. Así como lo leen.

Axan es un niño de cuatro años que vive en la ciudad de Hermosillo, en el estado de Sonora, México y no puede estudiar. A pesar de que en México hay mil razones que dificultan el acceso a la educación de niños y niñas, a Axan le niegan su acceso a la educación por la razón más estúpida de todas: que trae el pelo largo. Axan no quiere cortarse el pelo. Es una de las primeras decisiones que toma sobre su cuerpo, como cuenta su mamá, A. de la Maza, quién le está enseñando la importancia de la autonomía corporal. A pesar de que la Constitución le garantiza a Axan su derecho a la educación, al libre desarrollo de la personalidad y a no ser discriminado por el género, el reglamento del colegio se convierte en algo incluso más importante que los derechos humanos, algo que no solo es injusto, sino peligroso. ¿Cuántas instituciones privadas violan los derechos humanos de las personas con el argumento de que ellos tienen sus propias reglas? ¿Por qué parecen más importantes los modales o las normas arbitrarias de un colegio que los derechos humanos? Con estas preguntas en mente, la madre de Axan acude a las instancias pertinentes: Conapred, Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) y la Secretaría de Educación y Cultura del estado de Sonora. Además, hace una petición en la plataforma Change. Se genera una discusión y se escriben varios artículos al respecto, como Por escuelas libres de estereotipos de género y por Sociedades libres de estereotipos de género en el blog de Estefanía Vela en el El Universal, una entrevista a la madre de Axan en Vice, Flashback 80’s y Axan FAQ y El espejo de Axan en Animal Político y  mi columna en Sin Embargo, entre otros.  

Entre todo esto, se desató el trolleo.

Primero, las personas no pueden entender por qué la madre no simplemente obliga a su hijo a seguir unas reglas pendejas. La pasión con la que la gente empieza a defender la obligación de seguir reglas absurdas es brutal.

Aparentemente, si asumes una postura crítica, el Estado mexicano te desaparece: o eso podría uno entender de la cantidad de tuits que vincula no cortarse el cabello, con el destino trágico de los 43 normalistas de Ayotzinapa que llevan un año desaparecidos. El mensaje enviado con la desaparición forzada de los normalistas de Ayotzinapa fue claro y distinto: obedecer o desaparecer. La gente se lo recuerda a la mamá de Axan.

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Luego se enteran de que el hogar de Axan es monoparental, es decir, que su madre decidió tenerlo sola, y para mayor horror, que A. de la Maza es lesbiana. Entonces, los cibernautas empiezan a “denunciar” que la madre de Axan quiere “convertirlo” en una mujer, “obligándolo” a llevar el pelo largo. Empiezan a escarbar fotos de Axan en redes sociales, escogen aquellas en las que tiene un broche en el cabello para afirmar que lo “visten de niña” (aun cuando lleve pantalones y camiseta). Ser mujer o ser homosexual, se reduce a llevar un broche en la cabeza.

 

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Luego el trolleo escala a amenazas. Amenazas con “violación correctiva” a la madre de Axan, ni más ni menos.

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Las amenazas de violación se hacen extensivas a las mujeres que hemos escrito del caso, como Estefanía Vela  y yo , y a la abogada que lleva el caso de Axan, Aleh Ordóñez.

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Luego en las amenazas se incluyen fotos de armas de fuego.

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Incluida la foto de un arma de fuego junto a un papel escrito a mano que señala a la madre de Axan. Después de buscar las imágenes en internet, parece que fueron creadas especialmente para estas amenazas, pues no son reutilizadas, ni sacadas de las cuentas de fotos de algún narco o algo por el estilo.

Hace rato que el asunto dejó de ser un problema de disenso en internet, o un debate sobre las normas escolares. Ahora, hay ciudadanos mexicanos que usan las redes sociales para amenazar de muerte a una mujer que exige el derecho a la educación de su hijo. Dichas amenazas se extienden a todas las personas que apoyan a la madre, que, para sorpresa de nadie, también son mujeres. Y lo peor de todo resulta que las amenazas son para “proteger” a Axan de su propia mamá.

Algunos, supuestamente menos violentos, empiezan a decir que la petición viola los derechos a la intimidad de Axan, pues las leyes actuales son muy estrictas respecto al uso de imágenes de niños y niñas en medios de comunicación. Quizás es por esta intimidación legal que el video que aparecía en la petición de Change, en el que el mismo Axan manifiesta su deseo de llevar el pelo largo, ha sido removido de la red. Lo absurdo es que la misma ley (Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes) dice que el requisito para divulgar estas imágenes es la autorización de quien tiene la patria potestad del menor, en este caso, la madre de Axan, quien es la fuente primaria de las imágenes, autorizando implícitamente el uso de las mismas. Por otro lado, contrario a lo que dicen los trolls, estas imágenes no están siendo usadas para estigmatizar o vulnerar a Axan, sino para defender sus derechos y para discutir un problema público. Quizás deberíamos aplicar esta misma ley contra los trolls que han buscado otras imágenes de Axan en la red, y las han usado sin permiso expreso de la madre, para acompañarlas de mensajes homofóbicos y usarlas con fines amenazantes.

El presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) de Sonora, Raúl Ramírez, ya dijo que, como es evidente, la escuela está obligada a recibir a Axan, ¡y con el pelo largo! “Sí es una discriminación, porque por más que firmen contrato los derechos humanos son irrenunciables”, dijo Ramírez. Sin embargo, las declaraciones del presidente de la CEDH no restauran ni garantizan los derechos de Axan, cuya situación se hizo aún más compleja:

Ante amenazas de muerte y de violación correctiva, y los insistentes rumores de que “la vamos a denunciar ante el DIF para que le quiten a su hijo”, A de la Maza tuvo que salir, temporalmente, de Hermosillo. No puede ni quiere irse a vivir a otro lugar porque no se trata de escapar a donde sí le permitan ejercer sus derechos, se trata de que los derechos otorgados en la Constitución se garanticen a todos los niños y niñas de México. Por eso, hoy Axan y su madre no pueden estar aquí ni allá, se encuentran en situación temporal de desplazamiento forzado por misoginia en internet. Y todo por defender el derecho a la educación y libre desarrollo de la personalidad de su hijo.

¿Cómo afrontar estas amenazas? ¿De verdad tendría que andar con escoltas o policías una madre cualquiera y su hijo? Quienes escribimos sobre el caso y resultamos trolleadas, al menos nos vemos en el marco de las agresiones a la libertad de expresión, pero ¿y la madre?, ¿y la abogada? y, en todo caso, ¿por qué alguna de nosotras tendría que sentir tan siquiera un poquito de miedo por pedir que se le garantice el derecho a la educación a un niño?

Lo peor es que hay una respuesta para esto. Tanto en internet como en los espacios tridimensionales, está mal visto y es amenazante que las mujeres hablen en público y defiendan derechos. A las mujeres se nos permite hablar en público para ser víctimas, pero no para tomar posturas críticas ante la sociedad. Las mujeres que invitan a otras mujeres a hablar en voz alta son doblemente peligrosas. Por eso, que una madre se movilice para reclamar el derecho a la educación de su hijo será bien vista siempre y cuando lo haga desde el papel de víctima, y sin cuestionar a la sociedad. Que una mujer cuestione los estereotipos de género es un doble desafío, pues con su mensaje y con su gesto se sale de lo que le permiten las estructuras de poder. Puede ser algo tan sencillo como un corte de pelo. Lo que se pone en juego es el “orden” de la sociedad, un orden en el que las mujeres, los niños y niñas, los y las ancianas, los y las indígenas, o negras, o pardos, son ciudadanes de segunda categoría. Por eso, que cualquiera de estos grupos exijan sus derechos es altamente problemático: ¿qué tal que nos demos cuenta de que somos personas?

La misoginia en internet tiene una forma muy definida: hay una especial saña en los ataques hacia las mujeres y rápidamente las amenazas se dirigen hacia las familias de las mujeres y/o tienen contenido sexual, por ejemplo, se amenaza con violación. También comienzan por atacar la moral sexual de las mujeres, es decir, esta mujer no puede hablar porque es puta, o promiscua, o lesbiana, o frígida (porque no hay forma de ganar). También hay ataques a la inteligencia o la capacidad de raciocinio de las mujeres, entonces somos brutas, locas, no entendemos, “no vemos más allá”. Estos elementos son persistentes a todos los trolleos a mujeres en internet (aquí, y aquí pueden ver otros casos sobre los que he escrito, y aquí un artículo de la Fundación Karisma sobre el mismo tema) y son un problema real porque la misoginia en internet vulnera efectivamente nuestra libertad de expresión y nuestro acceso a los derechos. Como acaba de ocurrir con Axan.

¿Cómo regular el discurso de odio de los trolls? Una amenaza de asesinato o  violación correctiva no hace parte de la libertad de expresión, es discurso de odio. Este es un discurso que ataca a la persona o grupo con base en atributos como el género u el origen ético y que incita a tomar acciones violentas en su contra, un discurso que, por supuesto no está protegido por la libertad de expresión. Por si acaso alguien se pregunta cómo diferenciar entre un insulto cualquiera y un discurso de odio hay una prueba sencilla: si se está usando para callar a alguien que exige derechos, no es libertad de expresión.

Sin embargo, muchas veces el discurso de odio es visto como algo normal, especialmente cuando es contra las mujeres. En Latinoamérica decir “muere puta lesbiana engendro del demonio” es algo hasta casual, y por eso, la misoginia en Internet contra las mujeres se convierte en un discurso de odio sin censura social manifiesta.

Por otro lado, no tenemos mecanismos efectivos; no hay manera de evaluar estas amenazas. Como el discurso de odio es emocional e irracional, no hay manera de saber cuáles de esos trolls se quedarán en amenazas verbales y cuáles tienen la intención de violar o matar. A juzgar por las imágenes de armas, lo mínimo que podemos asumir es que tienen la intención y los medios para hacerlo. Quizás nunca cumplan materialmente, pero basta con la sensación de inseguridad y ansiedad que provocan para que cada mujer se lo piense dos veces antes de decir algo en internet, y que se lo piense tres antes de reclamar sus derechos. El daño psicosocial que producen los ataques de misoginia en Internet no cabe en ninguna ecuación de riesgo.

 

El anonimato, aunque es un derecho importante para los usuarios de Internet y debe ser protegido, juega en nuestra contra en caso de misoginia en Internet pues se convierte en un factor de incertidumbre cuando no sabemos quiénes son los usuarios que lanzan amenazas; es decir, el troll puede ser cualquiera. A esto se suma la razonable desconfianza de las mujeres a los sistemas legales que deben protegerlas. Sin duda, los mecanismos legales y penales son insuficientes para controlar el problema de los trolls, por eso, es importante tener una aproximación holística al problema. Quizás, lo más dificil de todo es que los ataques de ciberviolencia no son tomados en serio, como si lo que ocurre en internet no fuera parte de la “vida real”. Es ridículo creer que una amenaza de asesinato o de violación correctiva se resuelve con un “ignóralos, la gente está muy loca”, y sin embargo, esta es con frecuencia la reacción de la fuerza pública y jueces.

“La libertad de expresión es un derecho fundamental y su preservación requiere la vigilancia de todos”, afirma el informe de Naciones Unidas, y esto quiere decir que que cada cibernauta tiene una responsabilidad compartida con los casos de ciberviolencia. Por ejemplo, los usuarios de Twitter tenemos una responsabilidad ética de denunciar las cuentas de donde vinieron los ataques. Pero eso no es suficiente. Solo podremos usar el increíble potencial de Internet para defender nuestros derechos, de manera efectiva,  si entre todos construimos un espacio en donde la gente pueda exigir sus derechos fundamentales sin ser perseguida. Y para esto tenemos que darnos cuenta de que los perseguidores no son los otros, cuentas de Twitter anónimas, identidades abstractas. Son, en cambio, personas muy reales, con una violencia muy real que a la menor provocación desata su antropofagia. Online y Offline, necesitamos educación, sensibilidad, debate, para lidiar con toda esa rabia.

De las madres de Soacha a los padres de Ayotzinapa

Columna publicada el 11 de noviembre de 2014 en Sin Embargo.

Vengo de un país donde, desde hace muchos años, las desapariciones y masacres son cosa de todos los días. Colombia tiene el conflicto armado interno más largo de América y semanalmente tenemos nuestra dosis de fosas comunes, ejecuciones extrajudiciales y crímenes de Estado. Los ciudadanos estamos anestesiados frente a los titulares violentos y los medios de comunicación, con igual talento para el cinismo y la poesía, han inventado los eufemismos más sonoros para referirse al crimen y al dolor. Llamamos “Casas de pique” a los lugares en donde pican (parten en pedazos) a las personas en la orilla del puerto de Buenaventura y “Paseo millonario” al secuestro express del que alguien puede ser víctima al tomar un taxi en la calle: te golpean, te pasean por los cajeros automáticos y te dejan tirado en una zanja. Para mí, como para muchos colombianos, la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa significa revivir nuestro eufemismo más macabro: los “Falsos Positivos”.

En septiembre de 2008, 17 madres del municipio de Soacha, en la frontera sur de la ciudad de Bogotá, recibieron los cadáveres de sus hijos. Todos habían desaparecido el primer semestre de ese año, y “aparecieron” como “muertos en combate” cerca del municipio de Ocaña a 12 horas, 732 kilómetros al nororiente de la capital colombiana. El gobierno recibía apoyo económico estadounidense en el marco del Plan Colombia y debía mostrar resultados. (Los efectos de esta ayuda se pueden leer con más detalle en el informe “Falsos Positivos” en Colombia y el papel de asistencia militar de Estados Unidos, 2000-2010, realizado por el Movimiento de Reconciliación (FOR) Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos CCEEUU) . Estos cadáveres eran parte de sus “indicadores de logro” en la “lucha contra la guerrilla” (y de paso contra el narcotráfico), y a cambio, los militares recibieron dinero, y una carta de felicitación de sus superiores. Según los registros del ejército, los jóvenes eran guerrilleros, guerrilleros que usaban botas nuevas y ropa que no coincidía con sus tallas. Sus madres reclamaron por el evidente asesinato de sus hijos. Uno de ellos Fair Leonardo Porras, era un joven de 26 años con una discapacidad que equiparaba su edad mental a la de un niño de 10 años, era evidente que no era guerrillero.

El hermano de uno de estos jóvenes intentó indagar por lo ocurrido y “murió en un tiroteo”. Las madres, que hasta el día de hoy se reúnen el último viernes de cada mes en la plaza del municipio, no han recibido respuestas conclusivas ni reconocimiento, pero sí amenazas de muerte. El Fiscal dijo que eran guerrilleros, el presidente Uribe, inventor de la “Seguridad Democrática” que el General Naranjo ha venido a vender a México, dijo que los jóvenes “no estarían recogiendo café” es decir, que por algo los mataron. El ministro de defensa de entonces, Juan Manuel Santos, hoy es presidente.

La queja de las madres de Soacha destapó una olla podrida en la que estos asesinatos eran apenas la punta del iceberg. Se calcula que entre 2002 y 2010 hubo más de 4500 víctimas de ejecuciones extrajudiciales. Sin embargo el escándalo apenas provocó la destitución administrativa (no castigo penal) de 27 militares, entre ellos tres generales y once coroneles. En enero de 2010 liberaron a 31 soldados por vencimiento de términos. Tras la liberación les dieron un retiro de una semana en la Escuela de Artillería, apoyo psicológico, una misa y aromaterapia. Todo esto pagado con los impuestos de los colombianos. Solo 294 expedientes han llegado a juicio y la mayoría espera sentencia. La primera ocurrió hace apenas un año, para el caso de Fair Leonardo Porras, y declaró que el caso es un crimen de lesa humanidad que hace parte de “un ataque generalizado o sistemático contra la población civil, y con conocimientos de dicho ataque”. Otra sentencia ocurrió este año, que condena a 53 años de cárcel a cinco militares implicados en el crimen. Sin embargo, el 95% de estos crímenes de Estado siguen sin sentencia y las investigaciones están dirigidas a militares de bajo rango.

 

La práctica del terrorismo de Estado es una constante en la historia de Colombia y se ha perfeccionado a tal punto que convive con las políticas estatales. Su sofisticación consiste en que ha construido un “enemigo interno” que somos nosotros, los ciudadanos, la población civil. En sus inicios, quienes eran objeto de la barbarie del Estado eran los opositores políticos pero esto aumentó hasta cobijarnos a todos. Sin embargo, la legitimidad del Estado colombiano se sostiene, a punta del encubrimiento sistemático de estos crímenes. Esto incluye desde medidas legislativas que facilitaron la comisión de crímenes de lesa humanidad hasta trabas administrativas que imposibilitan la administración de justicia. La impunidad es política de estado y el incumplimiento sistemático al investigar, sancionar y reparar hace que se mantenga el modelo social impuesto por los victimarios.

Bajo la política de Seguridad Democrática, esa misma que los uribistas han venido a vender a México con el cuento de que ya acabamos con el narcotráfico y que en Colombia todo es paz y alegría, aumentaron en un 67.71% las ejecuciones extrajudiciales; los crímenes de Estado. Este dato sale del informe Soacha: la punta del iceberg, Falsos Positivos e impunidad, realizado por la fundación para la Educación y el Desarrollo (Fedes). Es una política que se basa en poner en las fuerzas coercitivas del Estado todo el poder para derrotar a las organizaciones al margen de la ley y restringir las libertades y los derechos fundamentales. Cuando Murillo Karam dice que si el ejército hubiera intervenido habría sido a favor de la policía, que perseguía estudiantes, está diciendo precisamente eso. El éxito de la política de Seguridad Democrática tiene como aliciente la muerte violenta e indiscriminada y se vale de muertos, capturas y desmovilizaciones para demostrar su efectividad.

La investigación de los mal llamado “Falsos Positivos”, no se orientó hacia los funcionarios públicos como sujetos activos del delito. Durante la investigación no hubo acatamientos de denuncias por desaparición forzada por parte de la Fiscalía, que en un comienzo le contestó a las madres que sus hijos se habían ido de fiesta, es decir, que eran unas histéricas. La inspección del lugar de los hechos y de los cadáveres no siguió protocolos internacionales y hubo, como en el caso de Ayotzinapa, un retraso injustificado de las investigaciones. La destitución de los 27 militares fue una medida administrativa que en sí no constituye un mecanismo judicial efectivo que determine responsabilidades penales. Las destituciones respondieron a un reclamo social, pero no a las necesidades de las víctimas.

El conflicto ha constituido la identidad nacional en Colombia y por eso “eliminar al enemigo” es para gran parte de la sociedad el recurso para fortalecer la instituciones y garantizar la seguridad y el control social. Así se naturalizan las ejecuciones extrajudiciales y las violaciones de derechos humanos sobre todo cuando son contra los más pobres, quienes viven en poblaciones rurales o en las afueras de la ciudad, donde no llegan ni el dinero, ni el “progreso”, ni los medios de comunicación. También ha permitido mecanismos sociales para garantizar la impunidad basados en medios para desmentir, ignorar y acallar los crímenes: atribuir la responsabilidad a la víctima o que los medios de comunicación se conviertan en replicadores de la voluntad estatal, usando la expresión “Falsos Positivos” para darle un aura técnica a unos asesinatos a sangre fría.

Como es evidente nuestros gobernantes son y llevan mucho tiempo siendo una verdadera mierda, y decir que nuestra democracia es la más antigua de América es una broma cruel e inmensa que se ha sostenido a punta de silencios y apariencias. En Colombia, uno puede encontrarse con que alguien diga, en una cena cualquiera, familiar, incluso, que “hay que matar a todos esos hijueputas guerrilleros” como si fueran orcos, como si no fueran colombianos. Fue ese afán por “matar a la guerrilla” lo que justificó socialmente los crímenes de Soacha y todos los miles que se descubrieron después: 4716 según la ONU ¡4716!, y 3796 casos documentados por la Mesa de Trabajo sobre Ejecuciones Extrajudiciales de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos. Los colombianos no nos sabemos estos números de memoria y nunca ¡nunca! dijimos que “los jóvenes de Soacha somos todos”. Ellos eran ellos, eran otros, la sociedad civil estuvo desvinculada. Los jóvenes de Soacha nunca nos faltaron.

Es cierto que nuestra guerrilla es perversa, pero también hay que decir que es una guerrilla que existe por razones complejas en las que el Estado, los ciudadanos, y todos los gobiernos desde los años 50 tienen responsabilidad. Quizás el mayor daño que le hizo la guerrilla a Colombia fue ser la excusa perfecta para estigmatizar del todo la protesta social. Es con la excusa de la guerrilla que se logró construir eficientemente ese “enemigo interno” que somos toda la población civil. En Colombia la gente no marcha, no protesta, por miedo a que le digan “guerrillero”, y los gobiernos, el Estado, los paramilitares, los narcotraficantes y hasta la misma guerrilla se aprovechan de una población que no hace veeduría a su “democracia” porque tiene miedo de quejarse.

Para algunos de colombianos que vivimos en México, o que estamos cercanos a este país de alguna manera (o al menos para mí) ver a Peña Nieto ocupado con sus empresarios y planeando un viaje a la China y a un Procurador exasperado por responder las preguntas que por definición de su cargo debe responder, abre una herida dormida (cerrada nunca) hecha de impunidad injusticia e impotencia. Otros colombianos, los mismos que vinieron a México a vender humo, a decirles que la Seguridad Democrática funcionó, les dirán que los estudiantes son un daño colateral. Después de todo esa tal seguridad está construida sobre el cimiento de fosas comunes que aún permanecen impunes, y bajo la premisa de que quien porta un uniforme está justificado para matar, torturar y desaparecer.

En ese contexto, siento un profundo respeto por la sociedad mexicana que aún marcha, que sale a las calles, que exige. Reclamar con vida a los 43 estudiantes de Ayotzinapa no es una esperanza ingenua, es un acto de resistencia. Es no resolvérsela fácil a un Estado y gobierno incompetentes y desentendidos. Quienes dicen que las marchas y la presión ciudadana no sirven, lo hacen con la esperanza de tener un pueblo manso y cansado, para el que los crímenes de Estado son simplemente ruido que incomoda su vida cotidiana. La desesperanza y el fatalismo se presentan cuando la justicia se percibe como deseable, pero irrealizable, y entonces las posibilidades de acción se diluyen y esos efectos favorecen a la impunidad y a la violación de derechos humanos.

Marchar no es inútil ni ingenuo. Marchar disminuye los sentimientos de marginación, exclusión y minusvalía. Cuestionar la universalidad el discurso oficial, desmontar los discursos ideológicos dominantes que justifican y legitiman las ejecuciones extrajudiciales contribuyen a la reconstrucción del sentido de justicia. Protestar es participar en un proceso de reivindicación de las víctimas y tal vez la única manera de exigir la garantía y protección de sus derechos.

El caso de los “Falsos Positivos” y el de las desapariciones de Ayotzinapa suceden en un contexto de guerra contra las drogas cuyo argumento hace que se justifique cualquier tipo de violencia, una guerra que no es contra las drogas, es contra los ciudadanos. Así, se ve más el humo de una puerta que se quema por cinco minutos que el de un grupo de personas (que pueden ser o no los 43) quemados por 15 horas. La colombianización no es el narco, es la indolencia de los ciudadanos. Por eso, hay que marchar hasta que regresen. Y si no regresan nunca, hay que marchar siempre.